Y de repente, todo te ciega. Tu vida en sí es un conjunto de
reflejos que se iluminan en tu rostro. Un conjunto de aventuras vividas, malos
momentos… A veces, como en verano, esa época en la que no hay nada que hacer
salvo dormir, tomar el sol y bañarte en la piscina, salen a relucir dichos
momentos. ¿Por qué? Porque nuestra mente está vacía si no la llenamos de un
libro, música… o algo por el estilo.
Cuando miramos hacia atrás para iluminarnos con algunos de estos reflejos, pensamos “jamás volvería atrás, no volvería a vivir todo lo que he vivido”, siendo yo la primera que lo dice, y no es que mi vida haya sido cruel y dura, no, lo digo porque somos tan vagos que no nos apetece volver a pasar todo aquello, ¿o quizás lo decimos por otra razón?
A lo mejor lo decimos porque queremos que todo quede en el lugar que quedó y no nos apetece mover ni una pieza de este puzzle que fue construido minuciosamente. El puzzle de nuestra vida.
Sin embargo, hay momentos en los que sí que te gustaría
volver a ser un niño, cuya única preocupación es encargarse de tener sus juguetes
a la vista y de no mancharse sus zapatos nuevos. Porque a veces da pena que ya
no tengamos esa frescura, esa vitalidad, que solíamos tener…
De todos modos, sigo diciendo que no quiero volver a vivir
todo lo vivido, prefiero guardar estos reflejos en una caja y de vez en cuando
abrirla para que algunos de ellos me iluminen.
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